Joaquín Magaña
El filósofo francés Paul Ricoeur escribió que existen dos vías para el autoconocimiento: una corta y otra larga. La primera se re ere a la introspección, el encuentro con uno mismo, explorar nuestro inconsciente, etcétera. La segunda busca un recorrido a través de los signos; es decir, la cultura, el lenguaje, el tiempo histórico que vivimos, los mitos, las ideas que configuran la realidad, los otros, las otras, etcétera.
Sé que la vía corta puede sonar atractiva. Sin embargo, permíteme invitarte a que tomemos el camino largo para explorar cómo hemos ido construyendo, a lo largo de nuestra historia, lo que significa las palabras “animal” y “humano”.
Comencemos este recorrido asumiendo que la mayoría de las personas que se encuentra leyendo estas palabras (y yo, que las escribo) hemos nacido en Occidente, y, por tanto, compartimos un linaje común, al menos en el terreno de las ideas. Así pues, términos como “humanismo”, “capitalismo” o “modernidad” tienen un significado más o menos común para nosotros; son signos comunes y compartidos de nuestra “occidentalidad”.
Detengámonos a mirar con mayor profundidad el término “humanismo”, así como algunos conceptos cuyo significado contemporáneo se fraguó en esta corriente losó ca y que permean todos los estratos de nuestra sociedad: normal, moral, ético, nocivo, humano, por mencionar algunos.
El humanismo, que pondera la razón sobre la fe, deslumbró des- de su aparición en Florencia, en pleno auge del Renacimiento, hasta nuestros días, en que sigue influyendo fuertemente a toda clase de disciplinas, desde las artes hasta las ciencias sociales, de la psicología a los shows televisivos; Leonardo, Donatello, Miguel Ángel y Rafael, además de Tortugas Ninja, fueron reconocidos pintores, escultores, e inventores renacentistas.
El humanismo colocó al centro del discurso losó co y cultural al ser humano, pero no a cualquier ser humano; al ser un movimiento nacido en Europa en el siglo XV, “humano” se refería tácitamente al varón europeo, blanco, noble y “racional”. Con el paso del tiempo, se volvieron sinónimos en nuestro imaginario, y todo lo que no se pareciera, a saber, mujer, niños, niñas, locos, delincuentes, árboles, plantas y animales, quedaron relegados a los márgenes, o, en el mejor de los casos, fueron vistos como objetos meramente destinados a la satisfacción del hombre.
Afortunadamente, desde distintas trincheras también han surgido movimientos que nos exigen mirar críticamente esta “normalidad”. Uno de ellos es el antiespecismo, que subraya la discriminación hacia los animales no humanos, pretextando su diferencia en razón de la especie, con una mirada que nos coloca frente y no con ellos; son objetos de estudio, fuentes de alimentación, mascotas, guardianes, ornamentos, etcétera. Son lo otro, el “no yo”, lo “no humano”, objetos cuya esencia creemos conocer.
Por inercia, pensamos en los animales de manera cuantitativa: como si todas las vacas fueran la misma vaca y todos los caniches fueran lo mismo. Sin embargo, para una persona que enfrenta la pérdida de su animal no humano no se trata simplemente de que un miembro repetido o sustituible de una especie haya dejado de respirar. Entonces, ¿de qué se trata?
Al principio te invité a tomar la vía más larga propuesta por Ricoeur; de ahí el pequeño recorrido histórico sobre la idea de lo que es humano. Para la psicoterapia, que practico, el objetivo es el autoconocimiento* a través de la vía larga, lo que convierte al diálogo entre el terapeuta y paciente en su objeto de estudio, de tal suerte que la labor del terapeuta es saber a quién —no qué— perdió nuestro paciente. Sí, quién. Por- que para los que amamos a nuestros animales, perderlos es igual que perder un alguien,un alguien con quien se establecieron mutuamente diálogos y significantes de todo tipo.
¿Murió un miembro de la familia? ¿Un amigo? ¿Un guía? ¿Un con dente? ¿Una hermana? ¿Murió una cuidadora? ¿El alma gemela? ¿Una hija? (en mi caso, mi Mushu querida, es mi coterapeuta). ¿Quién ha cerrado sus ojos, de quién se duelen, cómo les duele? ¿Cuál es su historia juntos? ¿Cómo llegó a la familia? ¿Qué sonidos acompañaban sus encuentros diarios? ¿Qué van a extrañar más? ¿Cómo les sienten aún en su ausencia?
Escribiendo esto, me pregunto sobre cuáles podrían ser mis sentimientos si les sobrevivo a mis dos perritas (Mushu y Jeté). Recordé a Heidegger con su idea de presencia ausente y creo en que, si bien hemos vivido en al menos cuatro casas diferentes, ellas son mi hogar. A dondequiera que me encuentre puedo sentir sus acercamientos cariñosos y sus lenguas, sus mordidas juguetonas, sus berrinches por la pausa de mi mano acariciándoles. De Mushu, sus carreras explosivas y brincos a mis piernas, de Jeté la forma en la que ladra y que interpreto como exigencia de juego.
Cerrar mis ojos sería suficiente para volver a vivir cualquier momento con ellas. No creo en el cielo cristiano, ellas son mi cielo. ¿Cómo se quiere tanto a un animal no humano? Ésa es una pregunta para la que no tengo respuesta, pero sí muchas emociones.
Me gustaría que si alguna vez vivo la tragedia de su ausencia, quien me acompañe no crea saber más de mi duelo que yo y que tenga el acierto de preguntarme cómo lo vivo en mi particularidad; que no asuma que son genéricas e intercambiables, que por ser “perros” ya sabe lo que significaron en mi vida, que lo explore conmigo; que valide lo que siento y no minimice mi dolor.
Esto que me gustaría recibir, es también mi compromiso hacia los pacientes que atraviesan una pérdida de este tipo: gatos, aves, peces, mapaches, perros, conejos, etcétera, generan cada uno un duelo de extensa particularidad, y no sólo vale la pena explorar cada una de las aristas de esos vínculos: es nuestra labor.
Esto es porque creo firmemente que los y las terapeutas nos damos a los otros para que, a través de este encuentro dialógico que es la psicoterapia, la/el otro, se autoconozca y pueda atravesar la situación existencial que le motivó para acudir a psicoterapia.