Didier O. Espens Zúñiga
Hola, apreciado lector, en mi mente trato de crear un escenario donde hablar y habitar el duelo; sin embargo, primero debemos afrontar a la vejez.
A veces, la vejez es sentirte extranjero o ajeno del lugar donde crecimos, una época y cultura diferentes, un páramo desconocido, un lugar donde las experiencias se vuelven dicotómicas buenas o malas, ya que conlleva una descripción de dramas, tragedias y pérdidas.
¿Ésta es la vejez que imaginaste? La realidad es que muy pocas veces nos sentimos cómodos con la propia piel, con la vulnerabilidad, con nuestra fragilidad y, por supuesto, con nuestro dolor. Nos hemos creado una mentalidad de invulnerabilidad y fortaleza por sobre todas las cosas. Sin embargo, conforme envejecemos, sentimos el peso de la edad y la volvemos culpable de todos nuestros males.
Todo lo malo pasa en la vejez: cambios físicos, la lentitud del cuerpo, enfermedades, ausencias, abandono, frustraciones, el sinsentido de la vida, la viudez, los hijos que no están con nosotros, el cansancio de poder con todo siempre, la muerte y, por supuesto, la incertidumbre.
Con el pasar de los años me he re-pensado y pensado qué sería la vejez. Ya que con el ir y venir de las personas en mi trayecto de vida, las cuales me han brindado tantos conceptos, definiciones, credos y filosofías, que han hecho estragos en mí, replanteando la visión de que la vejez, la que llega, es un encuentro, una reflexión, una metáfora del ser que aprende a envejecer sin quererlo, donde tal vez, y sólo tal vez, aprendemos a perder.
Aprender a perder, qué fácil se lee, qué fácil se escribe, qué fácil se pronuncia; pero que, en nuestra mente, no estamos construidos para dotar de sentidos a las pérdidas; sólo sufrir por las ausencias.
Entonces ante esas ausencias, el duelo se vuelve una esperanza.No quiero describirte lo que seguramente ya has investigado, etapas o procesos de duelo que debemos atravesar para aceptar nuestras pérdidas. Busco crear un dialogo compasivo para acompañarte en una conversación más íntima, contigo mismo, tu vejez y tu duelo.
Entonces esperanza, eh. Podemos crear un lugar frío, solitario, con miedos y temores, y llamarlo duelo, pero en ello habita en lo que nos hace ser seres envejecientes, las personas a las que acompañamos, crecimos, unimos y vinculamos, pero también a las que perdemos, a las que se alejan y a las que ya no quieren estar con nosotros, y, al final, cada uno de esos encuentros genera una experiencia y de eso nos jactamos los mayores, que tenemos mucha más experiencia.
Tal vez esa experiencia sólo está envuelta en una manta de resignación, vacíos y falsas esperanzas, ya que no sabemos estar para el dolor propio ni para acompañar el dolor ajeno.
Hemos creado una cultura donde los mayores; los extranjeros de nuestra propia vejez, nos volvemos ajenos a nuestro propio duelo, ya que huimos del dolor o la pérdida o donde los hijos nos protegen tanto que nos alejan de nuestro duelo, para realizarlo por ellos mismos: “mi papá o mamá ya no tiene edad para afrontar esa pérdida”, “ya no es la persona que era antes”. Pero incluso la sociedad crea un mecanismo de debilidad hacia nuestra edad por ausencia de protección aparente: “quién cuidará de ti si no tienes hijos”, “¿a quién le damos la noticia? Ya que por tu edad no puedes recibirla”.
Al parecer, la edad nos vuelve incapaces de hacer nuestro duelo. Por ende, nos quitan la capacidad de crear esperanza, vínculos y sentidos. ¿De qué me sirve tanta experiencia si no puedo ponerla en práctica? La experiencia más reflexión se convierte en una sabiduría para comprender mis duelos y saber vincularme con mi dolor.
Te has vuelto mayor, resides en la vejez y cada día envejeces más, pero eso no quita el valor de quien eres y de lo que puedes lograr por ti mismo. El ser y hacer en la vejez. El Yo que es capaz de seguir afrontando los matices de la vida.
Por ello, en los duelos habitan la experiencia de la vejez, los vínculos, el amor y los lazos que trascienden; esas formas nos ayudan a dotar de esperanza y calidez a las pérdidas que caminamos en este momento de la vida, nos brindan una forma de relacionarme con lo perdido y a quien hemos perdido, pero sin romper los lazos que construimos o ¿acaso se muere el amor cuando la persona fallece?, ¿tan endeble e insignificante son las relaciones que creamos?
El duelo en la vejez es un momento para crear una mi- rada compasiva hacia la propia vida. Nos invita a replantearnos cómo nos situamos ante las expectativas, frustraciones, sentires, pensares y malestares. ¿Por qué debemos sufrir los mayores? Esto nos lleva a crear otros cuestionamientos que generen una resonancia con nuestro sentido: ¿qué hago con mi dolor?, ¿quién soy yo aun cuando no sé cómo sufrir?, ¿qué se mueve en mí, que genera un espacio sanador de nuestra propia existencia?
A través de la experiencia de vida reflexiono que aprendí a envejecer con calidez y vivir plenamente en la vejez, ya que integré mi duelo con el sentido de crecer, desarrollarme y continuar envejeciendo.