Tanatología y psicoterapia

Patricia Tapia

Nombrar el dolor, la muerte, la pérdida, y el sufrimiento; El rescate de la palabra que nos hace humanos.

Me gusta pensarnos a los terapeutas como hilanderos de relaciones y de vínculos humanos tan poderosos, capaces de sostener la condición de la fragilidad humana. Poco a poco, en cada encuentro con nuestros pacientes, vamos juntos (ellos y nosotros) hilando, tejiendo, cortando, remendando, cosiendo y descosiendo, una red tan fuerte, capaz de sostener el despliegue de nuestra humanidad.

En la actualidad, habitamos un espacio-tiempo donde poco a poco estamos olvidando cómo hacer para vincularnos con los otros. Estamos incluso olvidando cómo vincularnos con nosotros mismos. Porque vincularnos implica doler, y, en esta sociedad, todo lo que duele se niega, se anestesia, se rechaza, se evita, se silencia, se reprime. Vivimos en una cultura que expulsa el dolor, que adormece los sentires, que intenta controlar los pensares, los cuerpos. Pareciera que en el mundo ya no hay lugar para ser- humanos. Porque ser humano me demanda parar a sentir, a sentirme, a sentirles a esos otros que existen. Y cuando paramos a ser, no tenemos tiempo para producir, para consumir, para obedecer, para funcionar, para hacer. Y si no hacemos, no pertenecemos. Vi- vimos, pues, en una sociedad que rechaza lo distinto. Y a propósito del rechazo de la diferencia, dice Byung-Chul Han en su libro titulado La expulsión de los distinto; la proliferación de lo igual es lo que, haciéndose pasar por crecimiento, constituye hoy esas alteraciones patológicas del cuerpo social. Y los tanatólogos sabemos ya de memoria los discursos dominantes sobre el duelo, sobre cómo dicen estos discursos que deberíamos vivirlo, sobre sus distintas etapas, sobre cómo cursar cada una de ellas, sobre su duración, ¿no es así?. Nos dicen algunos pacientes, al acudir por primera vez a consulta; “vengo aquí porque me dijeron que lloro mucho la muerte de mi madre, que debería haberla superado ya, pues ya pasó un año de eso“. Y cuando escucho esto siento un fuerte golpe en el pecho y en mi estómago, y experimento una sensación de profunda tristeza. Me dan muchas ganas de abrazarlos.

¿Tú qué sientes?…

Los duelos no saben de etapas, no saben de tiempo, no saben de formas de transitarlos. Existen tantas formas de “duelar” como personas existimos en el mundo. Los duelos no tienen que convenir a una sociedad que silencia las palabras de dolor, que rechaza las lágrimas que nos ocasiona el sufrimiento. El sufrimiento humano merece un lugar para ser, para ser no sólo en soledad, sino que también en compañía. Pienso que el malestar social no tiene que ver con lo que desaparece, sino con lo que permanece, pero se torna imposible de acontecer. Y hoy se ha tornado imposible acontecer HUMANOS.

Como decía Borges: “Nos tocaron malos tiempos que vivir, como a todos los hombres”. Y en estos tiempos donde el otro es desechable, es descartable, es intercambiable, es invalidado, es silenciado. La relación terapéutica propone como resistencia a una sociedad desvinculada, en la que hemos construido relaciones de indiferencia, de distancia, que dejemos espacio al otro, que dejemos espacio para ser con el otro. ¿Acaso no es eso lo que hacemos cuando recibimos al otro en un abrazo? En un abrazo le damos lugar a otro, en un abrazo acercamos los corazones, en un abrazo estamos siendo con el otro. La relación terapéutica pro- pone un lugar de amparo, un espacio de habla, de escucha, de sostén, de atestiguación, de contención, de amor.

Propone un espacio para parar a pensar(se), para parar a sentir(se); propone y dispone un espacio para poner los cuerpos, para sostener las palabras, para narrar las historias, y ¿por qué no?, para transformarlas también. Se dice que el Yo es un aprendiz de historiador, y si esto es así, quiero ser esa terapeuta que acompañe a sus pacientes a construir una historia de sí mismos que les permita habitarse, sentirse, construirse, reconstruirse, y deconstruirse de una forma digna. Quiero acompañarles en su devenir humanos.

Pienso en los hilos que sostienen la relación terapeuta-paciente, y viene a mi mente una gura mitológica griega llamada Ariadna. Ella era una mujer que practicaba el tejido, y cuando se enteró que su prometido Teseo entraría al laberinto del minotauro para intentar darle muerte, le regaló a su amado un carrete de hilo dorado para que éste lo atara en los muros de la entrada del laberinto y de ahí trazara un sendero, y, así, a su regreso, encontrara fácilmente la salida y no muriera ahí, perdido en la complejidad de dicha estructura. En la actualidad, se menciona al hilo de Ariadna para referirse a una guía que debe llevarse consigo cuando se transitan caminos de confusión, de angustia, de pérdida de sentido.

Y pienso que lo que hacemos los terapeutas, se parece mucho a lo que hizo Ariadna con Teseo. Los terapeutas le entregamos a nuestros pacientes un carrete de hilo dorado que pueden ama- rrar en la puerta de nuestro consultorio, y que, cuando allá afuera en el mundo no encuentren lugar para ser, siempre sepan cómo regresar.

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